Sus brazos son frágiles llamadas de emergencia. Son esa especie de susurros amordazados que luchan por pasar desapercibidos. Lo supe cuando me asomé por el extremo izquierdo de su cama y se abalanzó como si yo tuviese la cura de todo. No solo eso, como si yo pudiese erradicar hasta el hambre. Me detengo en sus dedos. En esas rebeldes melodías que salen de sus dedos. De observarle frente al atril sintiendo un poco la vida. Sus ojos son candelabros atestados de decepción y cierta pasión asomando. Yo le miro y él me copia. Nos reímos para llenar la vacía estancia de algo más que frases monótonas y alguna mala contestación. Su pelo reluce como el oro. Cuando se lo embadurna de champú porque la pereza no le ha robado su propio papel de actor tirillas. Ya me entiendes. Bueno no, quizás no comprendas absolutamente nada. Puede que ni leas tales palabras. Su sonrisilla brota sola a veces. Le hace sombra al fuego, al mar...