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A ti, mi fiera

Sus brazos son frágiles llamadas de emergencia. Son esa especie de susurros amordazados que luchan por pasar desapercibidos.
Lo supe cuando me asomé por el extremo izquierdo de su cama y se abalanzó como si yo tuviese la cura de todo. No solo eso, como si yo pudiese erradicar hasta el hambre.

Me detengo en sus dedos. En esas rebeldes melodías que salen de sus dedos. De observarle frente al atril sintiendo un poco la vida.

Sus ojos son candelabros atestados de decepción y cierta pasión asomando.
Yo le miro y él me copia. Nos reímos para llenar la vacía estancia de algo más que frases monótonas y alguna mala contestación.

Su pelo reluce como el oro. Cuando se lo embadurna de champú porque la pereza no le ha robado su propio papel de actor tirillas. Ya me entiendes.
Bueno no, quizás no comprendas absolutamente nada. Puede que ni leas tales palabras.

Su sonrisilla brota sola a veces. Le hace sombra al fuego, al mar, al aire...
Me angustia que su cuerpo sea una falsa inocencia; que su imagen esté manchada de más experiencias negativas de la cuenta.

Y, de nuevo, dudo. Nunca recuerdo si tu cumpleaños es el 24 o el 25.

Todo gira demasiado rápido -irregular- en la mente de un niño de escasos diez años. Lo descubrí. A pesar de que el estrés y el enfado y la ira que, en ocasiones aflora por tu culpa, intente cegarme.

No soy demasiado pasional. Puede que poco paciente. Escribo para autoconcienciarme de todos los errores que cometemos los casi adultos. Que María comete contigo, fierecilla.
(Sí, soy casi adulta porque mi futuro es incierto de narices. ¿Te imaginas cuánto? Todo pende de una decisión, o quizás una decisión y otras tantas rectificadas. Todo pende de esa dedicación y esa entrega que no sé cosechar. No me juzgues.)

Lo supe cuando me asomé por el extremo izquierdo de su cama y vi que los niños también tienen tormentos. Prometo ser siempre camino por el que tus pies se deslicen.

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