Ayer la lluvia invadió con violencia las calles de Madrid. Hoy he conseguido otear alguna que otra gota y he sacado de la manga un verdusco paraguas sin gracia.
A mí, sin embargo, me invade el nerviosismo con la misma violencia con la que la borrasca se abría paso entre las aceras.
Soy inercia o un saco de nervios tan desaliñado que quemo.
No, no dejéis que la pasividad os atropelle. No confiéis en su mirada pura e inocente. A fin de cuentas es una víbora (y yo el blanco más fácil del siglo).
Escribir es palparte los boquetes con el dedo índice y escupir el tormento. En mi caso, claro.
Es salvavidas, pozo y tachones.
No pretendo nada. Son las palabras las que me buscan mientras yo intento concentrarme en mi maraña de quehaceres. Y siempre, siempre ganan. Chillan en mi tímpano que desean ser plasmadas; yo las lanzo contra el papel sin apenas pensar.
Lo recalco.
No lo busco.
Surge.
Hablo de la misma química que nace entre los dos típicos enamorados que se topan por primera vez en la acera más ruinosa.
No estoy sola. Podría construir una hilera de hojas que me abrigaran cuando la nada me propina patadas.
Y cuántas patadas. Y cuánta incertidumbre.
Mis miedos son aire.
No, aún no lo he aceptado.
Nunca empequeñecen.
Su único objetivo es reducir aún más mis limitaciones si es que existen.
Soy ese ser agobiado, cuyos ojos rastrean el suelo, que mueve los dedos con una rapidez desmesurada. Cayendo y cayendo y yendo a parar a ningún sitio. El corazón me da tumbos y el árbol de Navidad no está repleto de regalos brillantes. No hay árbol. Ni siquiera es Navidad. La Navidad solo me gusta por el roscón. No hay infancia. Tengo que tomar el rumbo de un barco y no sé dónde está el timón. En fin, cosas cotidianas.
Días que oscurecen en los que no has plantado cara a nada.
No lo pretendo. No lo busco. Esto no tiene mérito.
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