Naces y chillas tan fuerte que tu propio lamento inunda la habitación. Te observan con una mezcla de admiración y felicidad intensa y se turnan para cogerte en brazos.
Una vida más, el inicio de una vela.
Todos y cada uno de nosotros somos como velas amarillentas que se consumen desde el minuto cero; hasta que la llama termina con su absurdo ciclo vital.
Indago en el tema con poca madurez, quizá me quiero creer que no somos simples seres con una vida en la que el final se encuentra programado. Me imagino que la vela está sincronizada con el órgano que bombea incesantemente sangre a un lado y a otro. Si el miembro clave de nuestra entraña se rinde, abandonamos rápidamente el acomodado hogar de los mortales, pero no sus mentes. Y adiós a la vela.
Se despiden de ti y suena tu canción preferida. Escuchas con una sonrisa tonta cada acorde del piano y la voz de la cantante se apodera de tu mente. Se creen que porque tu vela ha desistido, no estás vivo. Pero se equivocan.
Finalizas un viaje para meterte de lleno en otro. Tu famoso miedo al olvido ya no te afecta, abandonas tu figura de alma desasosegada. Y te dedicas a soñar, tanto dormido como despierto. Imaginas cosas infantiles e incluso banales sin que nadie las juzgue. Ya no existe el estrés, ni los gritos. Tampoco los quehaceres.
Tu vida se ha completado de forma satisfactoria y obtienes tu recompensa. Y entonces te das cuenta de que eres más fuerte que nunca y no necesitas velas que te iluminen porque tú eres quién debe de llenar de luz los rincones vacíos.
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