Apenas acierto cuando desdibujo tu ropa y la tiro al suelo, ya sabes, como si solo me quedara una noche de vida. Y quisiera hacer volar por los aires las limitaciones, la moderación y las señales de precaución. En mis últimas horas me aguachinaría de vicio. Créeme. Calaría mi mente de luto, me guiaría la bombona de mi pecho. Chillaría que te quiero en cualquier arcén de metro rodeada de putrefactos corazones. Engulliría todos mis papeles para no dejar en un cajón las penas que sobrevuelan mis venas y se incrustan con frialdad.
Desaparece,
no,
así no,
no te muevas,
quédate siempre
digo.
Todos nos sentimos muertos,
somos ocasos en las manos incorrectas,
la crónica de un suicidio,
una cuerda rota.
Diría que no me importa.
Sé mentir,
a veces,
casi nunca,
en una urgencia premeditada.
Me censuro,
precinto mi ser,
bebo mucho café,
ataco a los partidos políticos
y me dejo llevar.
Todos desembocamos en el mismo sitio. No existe cielo o infierno alguno, simplemente los rozamos con el meñique de vez en cuando al salirnos de nuestra realidad ficticia. No pretendo que nadie me entienda. Puedo cambiar la misma frase setenta veces y referirme a lo mismo. No consigo nada por ello. La daga del amor sigue acorralandome con esa risa de catálogo. Si se va, vuelvo a buscarla escopetada. Necesito que me apuñale definitivamente, que deje los jodidos amagos de ruina infinita.
No quiero perderme por cualquier falda, ni que la mayoría de fragancias me envuelvan de deseo. Es mejor quemarse que apagarse lentamente. Ya lo dice Kurt Cobain.
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