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Mareas de vida.

Ojalá fuera fácil correr sin que las piernas se queden estancadas en mares de recuerdos. Andar tres pasos y que no sean todos en falso como la cantidad de promesas que se apilan en mi cabeza con poca coherencia, mientras me pregunto sobre su paradero. ¿Dónde estoy yo y mi certeza? Quizá no esté cuerda. Tal vez soy aquella que vive en sus trece y ya no cuenta ni con ángeles ni con demonios, sino guerreros pasivos que prefieren dormir a luchar, pero no bajan la guardia.
Que si me quiero refugiar, me camuflo en palabras desconcertantes y así huyo de océanos y teorías del universo que quebran mi entendimiento. 
Cuando me hundo, creo ahogarme. No sirve de nada intentar respirar si no hay aire. Es la sensación del bañista indefenso que está cansado de mover las extremidades sin coordinación para no tragar agua. Te falla la voz y ves como las masas te atrapan. Y chillas, esta vez sí. Liberas la granada que llevas albergada en lo más profundo. Se te aceleran las pulsaciones y observas barcos y más barcos con un rumbo fijo que no se han parado a mirar si tienes una brújula, mapas o manuales de instrucciones para sobrevivir. Esto no se trata de tempestades de cianuro, es normal atragantarse, pero puedes salir. Ya es hora de conocerse, no limitarse. No fallarse, que a las esperanzas no las sacudan las olas. No esperar océanos en calma, sino salir del embrollo. Porque quiero ser yo. La que se intenta poner las zapatillas sin desabrochar y coge los lapiceros a su manera. La que llega tarde a los sitios y pone excusas poco creíbles. La que se mide las pulsaciones con los dedos antes de acostarse para saber si en verdad no es más que un espectro. Y la que no soporta visualizar como pasan las manecillas de su reloj porque siente que su propia vida se va con ellas.

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