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Truncada

He visto rondar a una actriz de prendas oscuras por la calle con prisa. Las esquinas solas al igual que ella la miran pasar. Porque siempre está sola, no cabe duda. Sola y despeinada. La cabeza anda agachada como queriendo buscar luciérnagas con tal de obviar a las farolas. No sabría decirte, por su aspecto la rutina le aprieta, le pesa, le ata. Y sin embargo nunca se ahoga. Pide un café con leche de máquina y lo mezcla con una cucharadita y media de azúcar exactamente. Sale del establecimiento a las 10:17 y se coloca el pañuelo bien a la segunda. Acto seguido prende un cigarro y es pasmosa la velocidad con la que el humo se libera de esa prisión compacta y vuela. Se disipa. No deja rastro, solo en la cajetilla hay un vicio de menos y un motivo de más para no enloquecer. Me parece que ella también se quiere ir como el humo algunas veces. Rápido como sus pasos por la acera, veloz como el poco tiempo que tarda en llegar el dolor y cómo se desplaza por ambos extremos del cuerpo.
Es actriz porque se esconde en los camerinos de su alma ante las desgracias. Se pone nerviosa minutos antes de que llegue la fecha señalada del calendario. Busca la química de sus movimientos delante de un público y entona de manera decente las palabras para que resulten menos vacías. La entrada para que confíe cuesta y mucho más aún que crea en el progreso de ahí fuera. No sé, es difícil de entender. A menudo cree comprenderlo todo y otras se queda en las premisas. Es un círculo vicioso. Un frenesí de estados de ánimo. Lee en voz baja todas las paradas de metro y desea encontrar cartas debajo de la puerta. Suena una canción mala, la más mala, y canta.
Es la actriz de sus propias películas. Le faltan aristas y vértices, pero sus bordes nada poéticos contrarrestan.

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