Me siento afortunada.
Hay momentos que son luz,
te zarandeas en una cumbre idealizada,
crees tener poder,
tu corazón suena a risa.
Nada te para,
nadie se entromete,
eres tú y tu energía.
Rozas esponjosas nubes de placer con los dedos.
Y te das cuenta de que la vida es más incoherente que tú.
Respiras paradoja,
te mueves a deshora,
discuerdas entre el gentío.
Somos cima y fosa.
Aire e inigualable bochorno.
Creo que hay que encontrar la armonía de las horas dulcemente caóticas.
Tengo suerte.
Conozco a personas que son la savia que necesita mi árbol pelado de hojas. No se van aún con quince motivos atados a la muñeca y la puerta delante. Y eso que desnudo con mi huracanado viento, y me cuelgo de sus ramas de puntillas, y lleno de quejas cualquier tronco, y les recuerdo que a poquitos soy comprensiva, y en exceso, tóxica. Por si no lo recordaban. Y siguen sin hacer las maletas.
Las letras se han incrustado por todo mi cuerpo.
Me han elegido.
No hallo deleite sin palabras.
Ni ganas de vivir sin libros.
Hago míos los espacios en blanco.
Acicalo emociones.
Me sumerjo en mis inexpertas creaciones.
Me desembarco de lastres para seguir sumida en ellos. Mientras que me río del elenco de pacotilla de esta obra de teatro.
Improvisamos como animales. Lo destrozamos todo como animales. Intentamos que vuelva a ser. O a estar. O a parecer pasado. Y ya no hay vuelta atrás.
Los papeles son mi yo inédito en líneas. Me queda eso. Siempre eso.
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