Madrugada temprana. Miércoles o jueves. Noto como las aspas del ventilador abrigan de aire las rendijas de mi pijama. Verbena de mosquitos puñeteros. Una foto en blanco y negro me mira dentro de un marco. Yo, por mi parte, no encuentro un sitio fijo en el que apoyar la mirada. Barro con los ojos los vértices del blanco techo deprisa.
En vez de escribir, o moldear tormentos, tendría que estar durmiendo.
Los besos rancios, los portazos y las cartas sin remitente me rompen las arterias. Tanta ida y venida sin hogar. Tanta gente que se percata y cruza los brazos. Tantos paseos de mi confusión por las aceras.
Madrugada avanzada. Sin proponérmelo puedo ser un poco lunática. A intervalos ideo torniquetes de esperanzas. Otras prefiero desdibujar mi salvación. Reconciliarme con el desastre.
Lleno hojas y ninguna me llena a mí. Cuento mi vida a retazos. Levanto fortalezas de palabras para derribarlas a base de puñetazos de inconformismo. Una dama pálida con corona de flores exóticas se acerca. Es Soledad. Su voz suena a nana e irradia un brillo de luciérnaga. Me agarra la muñeca. Su presencia es estrepitosamente nula, a ratos sus sentencias son audibles. Varía la fuerza de sus apretones. Suspira con calidez y me chupa las marcas. Se apodera de mí a la par que me abandona.
El trasiego del ventilador. Verbena de mosquitos puñeteros. Una foto en blanco y negro.
Lo reviso.
Es jueves.
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